domingo, 27 de abril de 2014

ALBERTO MUÑOZ -Historias Naturales- Abril 2014

Historias Naturales


Confesiones a la hora del fernet
Por Alberto Muñoz

Cada uno de los que estábamos ahí confesó sus terrores. La lluvia ayudaba y el fernet daba ánimo. De todos los relatos el más impactante fue el del moreno Etchenique. No era hombre de mentir ni de exagerar, no necesitó jurar porque nadie desconfiaba de su voz aguarrentosa y del carboncito rojo que refulgía al costado de su boca. Fumaba y tomaba escuchando a los demás.
Etchenique amaba desde chico las historia de romanos. Su madre le leía a la luz de los farolitos de kerosene la vida y las epopeyas de los emperadores romanos.
Así, con cierto humor, comenzó a contar su historia de terror:
Le tengo miedo a los sapos, y a las ranas, y a los hombre-rana y a los sapos de otro pozo.
¿De dónde viene ese miedo? de una maldad: aplasté con un baldosón una de esas criaturas verdes y ya nunca más me los pude sacar de encima. Cuando sueño que formo parte del Imperio Romano en la época de Tiberio y voy a la cabeza de mi ejercito y ya hemos vencido a los bárbaros y solo queda descansar, un centurión llega hasta mi tienda para comunicarme que están atacando los sapos, que no hay modo de detenerlos, que atacan con palos y piedras y aplastan las cabezas de los soldados como si nada.
Despierto de la pesadilla, transpirado, y me meto en la cama de mi madre tapándome con sus cobijas. En esa oscuridad estoy más aliviado, nada hay como una madre para protegerse de los sueños horrorosos, sentir su cuerpo caliente y su croar suave y gracioso, comunicándose con las otras madres del pantano que también arropan a sus hijos temerosos.


Alberto Muñoz en el cumplaños del Boletín Isleño
Nadie dijo nada, se había terminado el fernet. Fuimos saliendo del rancho y lo dejamos solo, llorisqueando, conmovido vaya a saber por qué, si por efecto del alcohol, si por pensar en su madre o por el recuerdo de tantos soldados amigos que murieron cerca de él, a los gritos, cuando atacaron los sapos.

lunes, 21 de abril de 2014

BUSCANDO EL “SER ISLEÑO” . 8ª Entrega: “El informe de Antonio Gil. 1ª parte.”

A fines del siglo XIX se vivía el pleno auge de la inmigración europea en las islas. La región había sido radicalmente transformada en las dos últimas décadas por la acción emprendedora de los nuevos isleños, cambiando los modos de producción y la relación del hombre con el territorio. Las leyes de colonización del 1888 fueron la herramienta legal para que los gringos recién llegados se sintieran dueños de sus quintas y tuvieran el ánimo de emprender las titánicas tareas que  realizaron.
            Ante semejante aumento de la población, el dinamismo económico que tomó una región hasta entonces marginal y olvidada, y el peso político que implicó el crecimiento demográfico en zonas como el delta de San Fernando, cuyos habitantes años más tarde podían por su número torcer elecciones en ese partido, el Estado debió tomar cartas en el asunto isleño.
             En 1894, el gobernador Udaondo comisionó al ingeniero agrónomo Antonio Gil para que recorriera la zona y elevara un informe sobre la situación en las islas. El verdadero motivo era la intención de crear en el Delta un pujante polo de producción forestal y agrícola, todo lo cual ya existía gracias a los esfuerzos individuales de los tenaces isleños que hasta ese momento no habían recibido ayuda de ningún tipo.

El ingeniero agrónomo Antonio Gil elevó un valioso informe al gobernador sobre el estado del Delta. Su interés era buscar un polo forestal cerca de Buenos Aires.


            Al mismo tiempo se creó una Comisión de Fomento integrada por los señores Juan Müller, Amancio Williams, Enrique Navarro Viola, Carlos Altgelt y Carlos Cernadas, todos ellos profundos conocedores del Delta, con el fin de recomendar al gobernador las medidas apropiadas para “desarrollar la población y el cultivo en las islas, y fomentar todo esfuerzo que se haga en ese sentido”.
            El ingeniero Gil quedó así obligado a someter sus estudios a esta comisión, con la cual tuvo serias diferencias, como suele suceder hasta hoy entre funcionarios y los pobladores isleños, únicos verdaderos conocedores de la región.
            El primer recorrido del comisionado fue por los arroyos Cruz Colorada, Toro, Torito, Espera, Esperita, Capitán, Caraguatá y Carapachay. En el informe asegura que estas vías están por completo cerradas a la navegación gracias a las mareas y la sedimentación. “Un ejemplo palpable de lo que afirmo es la que se observa en los arroyos Cruz Colorada, Caraguatá y Carapachay. Los dos primeros se hallan reducidos a zanjas que no permiten ni el pasaje de un bote, en marea baja, siendo público y notorio que hace pocos años pasaban sin dificultad embarcaciones de regular calado. El Carapachay ha sufrido una disminución de 20 metros de ancho en su boca sobre las Palmas, en el término de cuarenta años según afirman vecinos”, asegura Gil. Y aquí es donde el funcionario mete la pata por desconocer por completo el empuje del isleño. Dice en su informe: “No hay duda, que si hubiera entre los propietarios espíritu de asociación, podrían con pocos gastos abrirse canales transversales hacia los arroyos navegables con lo que facilitarían los medios de comunicación.”
            La Comisión de Fomento no tardó en replicar a Gil, e informarle que los arroyos que él menciona “hace más de un siglo que no son navegables para embarcaciones de gran calado, y al contrario, hace cuarenta años estos estaban completamente cerrados y fueron reabiertos gracias a la iniciativa particular”. Además la Comisión refutó la recomendación de Gil de hacer embarcaderos públicos para carga y descarga, “ya que sería recargar con fletes y gastos inútiles, ya que cada isla es un embarcadero y no habría objeto alguno en trasladar los frutos a un solo punto, cuando se pueden remitir directamente al mercado de consumo desde las mismas islas”.
            Otro punto de discordia fue el tema del cultivo del manzano. Gil en su informe se limita a recomendar esta fruta sin mencionar otras. Dice en el informe: “Pocos árboles frutales ocupan la extensión de éste en la sección primera de las Islas del Paraná”. Allí habla de las variedades Rayada, Cara Sucia, Banco, y Palmira de Montevideo, injertadas en pies de membrillo. La Comisión hace la objeción a Gil de que no habla de los duraznos, que se cultivan desde la época de la colonia y como decía Sarmiento, “eran de crecimiento espontáneo” por los buenos resultados que daba. La Comisión de Fomento recomienda el cultivo de la morera y el gusano de seda. Incentiva los viñedos, las legumbres, los olivos, y el tabaco. Hay que decir que ya los isleños venían experimentando con todos estos cultivos con diversos resultados.
            Por el río Carabelas, el ingeniero Antonio Gil conoció un Delta diferente. Se dio cuenta de que las inundaciones frecuentes que sufría la Primera Sección no repercutían allí con la misma intensidad. Además refleja ya la transformación que se venía haciendo en la geografía de las islas: “Hace 17 años que los habitantes de Carabelas no han sufrido desastre alguno por causa de las mareas, y no hay duda que si hoy (1894) se repitieran las grandes crecientes del Paraná, sus efectos no serían tan destructores como en otras épocas debido a los numerosos zanjeos.”

Por el informe de Gil se conoce que en el Delta medio hay ganadería desde el siglo XIX


            Por el Carabelas Gil encuentra algunos sembrados de cereales en los albardones y muy pocos frutales. Como muchos que luego se desengañaron, dice: “una cuadra de maíz tiene un rendimiento medio de 3000 a 4000 kilogramos”. Ya vimos en números anteriores la frustración de los gringos ante las mareas que destruían sus granos. Adentrado en las islas, encuentra que muchos isleños criaban ganado ya en desde esa época en el Delta, actividad que hoy desde algunos sectores es cuestionada por el impacto ambiental que provoca. Ya en esa época Gil consigna unos “5000 vacunos, 200 caballos, 200 porcinos y 200 ovinos”. También menciona la existencia de “lecherías” que elaboraban quesos en el lugar. Al ver muchas tierras improductivas fiscales, Gil recomienda dividirlas en quintas de 50 a 100 hectáreas y entregarlas a los productores.
            En su recorrida por el Carabelas, el comisionado del gobierno de Buenos Aires encuentra  fábricas de tejas, ladrillos y baldosas. “La primera de éstas fue fundada en el año 1877 por Leopoldo Pruedes. Fue este señor que promovió la apertura de Carabelas hasta Paraná Guazú”. Este mismo isleño había intentado la fabricación de café de achicoria cultivando la variedad de Magdeburgo. Es notable que hoy en día existan todavía en pie viviendas hechas con los ladrillos y las tejas que hacían estas fábricas. Incluso pueden verse ladrillos con los apellidos de los compradores grabados, o de los propios fabricantes.


Los fabricantes de ladrillos podían grabar el apellido del comprador en ellos.


            Gil relata que esa zona de las islas era la que abastecía de papas a la ciudad de Buenos Aires algunos años atrás, pero que a causa de bajas de precio e inundaciones, una gran parte de los isleños que producían este cultivo emigró, y los que se quedaron se dedicaron a la fruticultura. Veremos que años más tarde, la misma causa –caída de precios por competitividad de otras zonas e inundaciones- sería la muerte de la fruticultura y la emigración de estos pobladores.
            En diciembre de 1894, el ingeniero recorre la zona de Miní, Chaná, Barquita y Paycarabí donde encuentra gran cantidad de plantaciones de frutales y álamos. Allí Gil nota que se trata de una región de islas bajas, por lo que recomienda “abrir canales que lleven las aguas de los repuntes para adentro a fin de hacer que crezcan estas tierras” (por la sedimentación). Además recomienda el uso de endicamientos. Si bien no encontró plantaciones, imagina que esta región “sería óptima para el cultivo del arroz”. Aquí sí menciona el funcionario a los durazneros, “que ocupan en las quintas grandes extensiones gracias a la fácil multiplicación y al buen precio”.
            Antonio Gil termina su informe de 1894 alarmado por la incomunicación en la que se encuentran los isleños del bajo delta: “Semanas enteras permanecen las embarcaciones en la desembocadura del Paraná Miní, sin poder salir por falta de agua, y tanto la fruta como las legumbres que tan bien se producen en los albardones de estas islas, se pierden por la razón apuntada. Sería necesario el dragaje de una boca cualquiera, pero la más indicada sería la del Paraná Miní.”

            Pese a algunos desconocimientos de la región, y a las objeciones de que fue blanco el ingeniero Antonio Gil, debemos reconocer que su informe es gran valor histórico, ya que nos permite reproducir una época de las islas que ya no está. En su detallado trabajo vemos el inicio de la edad de oro de la producción en las islas del Delta, con su diversificación a variadas ramas de la industria y el agro, y el empuje de los pobladores que fueron llegando a la isla en las últimas décadas del siglo XIX. También podemos ver que muchos problemas que aquejaban a los isleños de entonces, como el de los dragados de arroyos y canales para sacar los frutos del Delta, según denuncian actualmente los productores en populosas asambleas, continúan sin resolverse hasta el día de hoy.

sábado, 19 de abril de 2014

BUSCANDO EL “SER ISLEÑO” . 7ª Entrega: “La transformación”

Para la época de fines del siglo XIX en la que los primeros inmigrantes europeos comenzaban a llegar a las islas empujados por las crisis de la revolución industrial en el viejo continente que generaba cíclicamente una inmensa masa de hombres desocupados y hambrientos, disponibles para el trabajo en otros países, ya que en los propios sobraban, Santiago Albarracín, en su libro “Apuntes sobre las islas del delta argentino” consigna una cantidad de 248 pobladores criollos establecidos con sus familias en las islas de San Fernando. Este dato nos muestra que no todos los carapachayos eran nómades o tan movedizos.
Pero la llegada de los gringos iba a transformar por completo el estilo de vida isleño que existía hasta entonces. Los escapados del hambre europeo arribaron alentados por las facilidades que las leyes de colonización les daban para el acceso a la tierra en el Delta, y una mentalidad que no terminaba en la mera subsistencia gaucha del islero tradicional, sino que buscaba una vida orientada hacia mejoras materiales, inmersa en el mercado capitalista para la producción y el crecimiento económico familiar primero, y de la región después.
Bajo el lema: “un paisano ubica a otro paisano”, la inmigración fue radicándose en diferentes arroyos por nacionalidades cuyos casos más representativos son: los vascos del Carabelas, Paicarabí y Canal Cinco; franceses en el Toro, Torito, Espera y Esperita, genoveses en Canal Alem, alemanes en las islas del Ibicuy, donde además había polacos, griegos, húngaros, checos, rusos; holandeses en el Carapachay, etc.


Familia de inmigrantes en un rancho quinchado 

Hay que destacar también la acción colonizadora de hombres como Nicolás Ambrosoni, Juan Müller, Higinio Herrera, Luis Viaggio y muchos otros que mediante la venta de tierras con facilidades, con alimentos a largo plazo, o ayudando a la radicación de gente trabajadora de mil maneras hicieron posible el establecimiento de estas familias en la dura geografía de las islas.
Además de los enfrentamientos, muchos de ellos trágicos, que hubo entre los antiguos pobladores criollos y los nuevos gringos que llegaban, y que vimos en números anteriores, también comenzó un “agringamiento” del criollo en su visión de explotación de las tierras, y un extraordinario “acriollamiento” de los europeos, que en menos de una generación ya habían aprendido todos los secretos de las islas, que a su vez los paisanos habían aprendido de los indios que aún surcaban los arroyos: la forma de sortear las mareas y las bajantes, la manera de cazar y utilizar el bicherío de la zona, a reparar una canoa o las mañas para obtener una buena pesca.
Si bien la vegetación original de las islas llamada “Monte Blanco” ya venía siendo modificada de cierta manera debido a la desordenada tala para leña y carbón, la introducción de especies exóticas no masiva aún, o pequeñas explotaciones forestales, con la incorporación del Delta al mercado capitalista que se inició a fines del siglo XIX, esta transformación se radicalizó aceleradamente.
Hacia 1860, el Delta ya comenzaba a producir maderas para diversos usos urbanos y rurales, se sistematizaba la caza y la venta de pieles de nutria y carpincho, y hasta se intentaron algunos fallidos sembrados de trigo y maíz en los albardones, cuyos ilusos promotores se desalentaron tras las sucesivas mareas.

El llamado "Monte Blanco" fue cambiado por frutales o plantaciones de álamo



Dice don Sandor Mikler sobre estos primeros inmigrantes: “Se sabe por referencias muy diversas que se ha practicado la agricultura en diversos grados. Se ha sembrado trigo y maíz en los grandes albardones, en realidad, toda la vida primitiva del Delta se desarrolló en los albardones. Allí se plantaban los durazneros que durante mucho tiempo se suponía de crecimiento espontáneo. Se atribuye a los inmigrantes franceses los primeros cultivos del álamo Carolino. Los primeros cultivadores del sauce llorón se pierden en esta bruma del pasado. Los primeros álamos carolinos fueron empleados con gran éxito en la carpintería. El mejor testimonio es la casa, casi centenaria, de Blondeau en Carabelas, que todavía conserva sus puertas y ventanas de esta madera, aserrada a mano”.
La transformación ejercida en la región con la llegada de los inmigrantes fue tal que el paisaje -en el que anteriormente podía verse a algunos pocos carapachayos que tenían sus pequeños huertos, animales y precarios establecimientos-, se convirtió en una sucesión de costas desmontadas y plantadas con frutales de todo tipo, con álamos, sauces, y la construcción de nuevas viviendas que, siendo siempre sencillas, eran mansiones al lado de los ranchos de los viejos gauchos del agua.
Santiago Albarracín agrega en su libro: “El Delta, compuesto de un archipiélago de islas que han permanecido algunos siglos desiertas (cosa que ya demostramos en números anteriores que no era tan así), ha empezado a poblarse vertiginosamente a tal punto que, de un momento a otro, Buenos Aires ha podido agregar a su mapa un departamento nuevo, en el que instantáneamente se han aglomerado capitales por millones y una de las poblaciones más consumidoras del Estado”.

Los frutales pasaron a ser el paisaje característico del Delta.


Si bien el delta nunca estuvo despoblado –recordemos a los viejos Chanáes, que tuvieron una población isleña que se estima en 6000 personas, o los criollos que fueron afincándose luego o explotando los recursos naturales, a mediados y fines del siglo XIX asistimos a una radical transformación de la “isleñidad” en todos los órdenes: económico, poblacional, cultural y ambiental. En próximas entregas iremos profundizando en algunos de estos aspectos del “ser isleño” que fueron siendo modificados.






miércoles, 16 de abril de 2014

BUSCANDO EL “SER ISLEÑO”. 6ª Entrega: criollos y gringos en guerra

Durante la gobernación del doctor Rafael Obligado, en 1856, se dictó el decreto que concedía la tierra a los que demostrasen haberla trabajado en las islas de los partidos de San Fernando y Las Conchas (Tigre). Esta fundamental herramienta legal fue la llave que abrió el delta a la inmigración, que primero se hizo de manera tímida, incipiente, para luego volverse masiva entrado el siglo XX. La prédica del incansable Sarmiento iba teniendo su correlato en las leyes.



Del Canal San Fernando salían las embarcaciones hacia todos los rincones del Delta llevando a los gringos que venían de Buenos Aires, o habían permanecido en el Hotel de inmigrantes.


            Un grupo de amigos y conocidos del prócer, todos amantes de nuestra región gracias a su machaque incesante, decidió formar una comisión e ir a presentarse a las autoridades para pedir la propiedad de las tierras en las que habían invertido y trabajado. Un poco tal vez para asegurarse lo suyo, y otro poco como ejemplo para futuros solicitantes que deberían llegar al descubrir que en el delta se podía trabajar y vivir “civilizadamente”.
            El 6 de mayo de 1860 se formó la comisión de “poseedores y cultivadores”. Estaba compuesta por Santiago Albarracín, Ángel Croza, Alvin Favier, Pablo Welquin y Ramón García. Puede verse que algunos de ellos fueron partícipes del mítico viaje de exploración por el delta que relatamos en un número anterior en el que don Domingo Faustino exaltó las bondades de las islas a altos personajes y plantó el primer mimbre. Los tres puntos básicos de los estatutos fundacionales establecían:
1º- “Que las Cámaras nos otorguen la propiedad como único medio para que las islas no queden totalmente abandonadas, siendo esa resolución una compensación justa de nuestros sacrificios pecuniarios y personales.
2º- Hacer resaltar los enormes gastos que hay que hacer tan sólo para preparar las tierras, ponerlas en estado de cultivo  y conservarlas utilizables.
3º- La Comisión estará dispuesta a dar todas las explicaciones que se le pidan y conocimientos necesarios que se le exijan sobre la materia –emanadas de la práctica de sus trabajos-, tendientes a ilustrar a la comisión que nombren las cámaras o el gobierno a fin de que puedan formar una apreciación exacta.”
            Estos hombres, que si bien eran en su mayoría ricos y de extracción “civilizada” y no precisamente necesitados del producto de sus trabajos, quisieron sentar precedentes para la colonización isleña. Fue así como en largas discusiones en el Congreso Nacional, impulsadas por Sarmiento, se llegó el 11 de septiembre de 1888 a la ley de Islas. Mediante ésta se inventarió, mensuró y reguló la venta de las islas, dando prioridad siempre a los que ya estuvieran establecidos y mostraran en las quintas su trabajo.
            Así fue como comenzaron a llegar los “gringos”, esos seres exóticos para la población criolla que circulaba por el delta libremente cazando, recolectando leña y fruta silvestre, asentándose en cualquier parte. Muchos llegaban al hotel de inmigrantes de San Fernando que estaba sobre el canal, y luego se embarcaban hacia la tierra prometida. Casi siempre llegaban por algún pariente o amigo que relataba casi en tono mitológico las delicias de esta tierra. También los agentes de inmigración enviados por el gobierno a Europa bajo el alberdiano lema “gobernar es poblar” hicieron lo suyo. Pero la realidad era otra. El caso típico modelo era el del hombre que llegaba con su familia, se embarcaba hacia el lote que le habían indicado acompañado por su conocido que era el único que podía identificarlo entre la infinita selva, y allí descendía, incrédulo ante lo que veía, sin más que los bolsos de ropa, los hijos y la mujer, en medio de esa nada salvaje, hostil e indomable sin mas techo que las estrellas. Allí descubría que su bendita tierra era apenas un albardón costero, y un infinito pajonal hacia el fondo. Nada de trigo, cebada, ni ganados pastando.
Luego de mil penurias, esos gringos que en casi ningún caso habían estado en su país de origen en contacto con la tierra, conseguía prestada una herramienta, desmontaba, zanjeaba, plantaba, criaba animales, vendía alguna verdura, construía un rancho precario, luego uno mejor, hacía madera, empezaba a vender fruta, se compraba una canoa o una chata, y se hacía un hombre respetable y algunas veces rico. También es cierto que algunos morían trágicamente, o eran abandonados por sus familias que no soportaban esa durísima vida.
            Casi todos ellos fueron en sus vidas europeas empleados de tiendas, militares, profesores, nobles, artesanos, músicos. Pocos habían sido campesinos, lo que hace más admirable aún la manera en que esos citadinos pequeñoburgueses se abrieron paso en la salvaje geografía de nuestras islas. Vinieron de Alemania, Portugal, Polonia, Italia, España, Rusia, Suecia, Hungría, Checoslovaquia, Rumania, Austria, Armenia, Grecia, Japón, Dinamarca, etc. El delta se convirtió en la torre de Babel, en uno de los sitios más cosmopolitas del planeta en donde se dialogaba en los idiomas más inverosímiles.

Familia de Checos llegados a la isla un día de marea. La mujer y la hija murieron al poco tiempo. El hombre contó su trágica historia a Liborio Justo en un viaje hasta ibicuy.




            Así fue como comenzaron a aparecer de a poco nuevas quintas organizadas racionalmente. El monte blanco original era talado para plantar frutales, los pajonales se secaban mediante zanjas para plantar sauceálamo y hacer madera, y así la naturaleza original iba siendo modificada  junto con la vida de los antiguos pobladores criollos, que empezaron a darse cuenta de que su tradicional modo de vida isleño iba siendo sacudido. Además, no pocos de ellos fueron desalojados por oscuras maniobras de algún abogado tramposo para beneficiarse con la venta del terreno a algún gringo que llegaba con todo sus sueños en el bolso.
Los animales empezaron a escasear. La transformación del monte blanco ahuyentó a los ciervos, a los tigres, los carpinchos empezaron a perder sus pajonales, y la leña empezó a ser menor en su cantidad. Además, su vida trashumante fue obstaculizada, ya que muchos arroyos que comenzaron a poblarse, ya no ofrecían esa privacidad y secreto tan caro a los carapachayos.
            El bichaje ya no se encontraba tan fácilmente como antes, e incluso los nuevos propietarios prohibían expresamente a los criollos sus incursiones de cacería. En las plantaciones hacía falta mano de obra, y en concurso con la incipiente presencia policial, se intentaba asentar a los carapachayos para convertirlos en peones, ya que casi nunca eran favorecidos en las concesiones de tierras. Por esas cosas argentinas, la tierra siempre fue a parar al gringo y el criollo al galpón.
            Hubo muertes, asesinatos y enfrentamientos. Liborio Justo consigna  un hecho muy ilustrativo: “Algunos viejos cazadores no se avienen a la nueva situación”, relata que varios criollos “encabezados por el viejo Gamarra, se presentaron con armas en la quinta de un poblador suizo, en Brazo Chico, para tratar de impedir que prosiguiera un trabajo de zanjeo del otro lado del Brasilero, hacia el Correntoso, aduciendo que se les destruía el campo donde acostumbraban cazar. Desde luego que no lo consiguieron, ya que el tiempo no transcurre en vano, aun para los cazadores de las islas, que nunca lo tuvieron muy en cuenta. Por eso, las nuevas generaciones, han debido acomodarse a trabajar en las plantaciones y a cazar, muy accidentalmente cuando la ocasión se presenta.”

Magistral obra de Lobodón Garra que relata historias del delta salvaje y agreste.



            Otros relatos espeluznantes ilustran la situación que se vivió por aquellos años en vastas zonas del delta: “A Carlos Pujol –catalán-, hermano del finao Luis Pujol, lo mataron los Rojas, Paranacito arriba. Les había pribido que cazaran en su campo y pidió ayuda a la polecía. Jueron a caballo y los Rojas ispiaron de entre el pajonal, matándolos a tiros. Después los degollaron como a ovejas y los castraron. Cuando los llevaron alguien me dijo: ‘mire cómo loj han dejao’, pero yo di güelta la cabeza.” Otro criollo relata: “Un día que andábamos cazando con Facundo Raynoso, al que mataron en el Pelao, llegamos hasta una ranchada hecha así nomás como pa cubrirse. Encontramos restos e jogones e varios días. Nos salió toriando un perro que vino e adentro y estaba tan flaco que parecía que solo le quedaban loj ojos. ‘Este ha estao juidando a su dueño, me dijo mi compañero. Juimos pa dentro, y ya vimos yuyo aplastao con sangre. Maj adelante, al lao e un sarandí, tirao boca arriba, encontramoj al cristiano. Ahí estaba cerca su boina. Tenía un tajo en la cara y había sido degollao, ya estaba feo. Pensamos darle sepultura, ¿pero con qué? Raynoso sacó un facón grande cavó un pozo ande lo metimos. La mitá quedaba ajuera. Cortamos paja, chirca, y sarandí hasta dejarlo bien tapao. Con dos palos hicimoj una cruz que atamos con un gajo. A la noche quedamos en la ranchada. Yo, más vale, quería dirme, pero mi amigo no tenía miedo a nada. Al día siguiente cazamos trej o cuatro nutrias, las desollamos, y al dirnos, le dejamos la carne al perro”.
            La realidad de la transformación del delta era indetenible. El empuje de los nuevos habitantes admiraba a los criollos pero su vida material se veía trastocada por completo, y eso impedía que pudieran integrarse el viejo modo de vida isleño con el nuevo. También los gringos aprendieron de los criollos las artes del río. Navegar una canoa, repararla, construir un rancho, cuerear un ciervo o un carpincho, pescar, aprender de las mareas y bajantes.
            Muchos pasaron a ser parte del peonaje de las cosechas, zanjeos y desmontes, y algunos pocos pudieron tener su quinta e imitar a los europeos en sus hábitos orientados al mercado. El tiempo, como el agua y las costas, fue desgastando las resistencias. Los gringos, como todos los que vinieron a la Argentina, terminaron acriollándose en sus modos, en sus atuendos –no fue raro al principio ver a serios inmigrantes cavando zanjas o talando monte con corbata o moño-. Los hijos, argentinos, hicieron aún más por el acriollamiento de los padres, y así, en este extraño rincón del planeta, fue moldeándose la rara cultura isleña de fines del siglo XIX, mezcla de gaucho superviviente y europeo con mentalidad capitalista.

            

lunes, 7 de abril de 2014

Buscando el "Ser Isleño". 5ª Entrega: Refugio de forajidos, piratas y contrabandistas


La impenetrable geografía de nuestras islas, sus espesos montes, sus arroyos resguardados por embalsados y camalotes, desde mediados del siglo XIX ha sido el más seguro refugio de todo aquél que tuviera alguna cuenta pendiente con la justicia. La historia de los bandidos que asolaron los ríos nunca podrá ser escrita con rigor científico, sino que para contarla hace falta acercarse a los relatos de los lugareños, y a los muy pocos documentos accesibles de una época en la que el delta fue un sitio regido por la única ley del más fuerte.

            Hubo también deportados y escondidos políticos de toda laya y nacionalidad, escapados de los feroces degüellos de nuestros conflictos civiles. También los orientales encontraron aquí su lugar, a resguardo de las venganzas de los bandos vencedores en sus disputas internas. Muchos de ellos hallaron una nueva vida salvaje, dedicada a la caza del tigre, del ciervo, del carpincho y la nutria, al contrabando y a la vida alzada y montaraz. Otros organizaron verdaderas bandas que fueron el flagelo de navegantes, pobladores e inmigrantes.
            Las partidas de cuatreros que robaban ganado en las estancias de Buenos Aires, y que, poseídos de una osadía increíble cruzaban el Paraná a nado para comerciarlo en Entre Ríos o el Uruguay, estuvieron a la orden del día.
            Sitios puntuales, como la isla Juncal, perteneciente al Uruguay, fue guarida y centro de un importante contrabando entre Nueva Palmira, Carmelo y San Fernando o Tigre. Julia Lafranconi, hija del tano Enrique que tenía la extraña teoría de que el delta crecía, (él gritaba a los incrédulos ¡se muove”!) cosa que lo convertía en el hazmerreír del pueblo, fue la reina y señora de esa zona de las islas durante años. De botas, cigarro, sombrero y carabina al hombro supo imponerse en el monte a los hombres más feroces.


La intrincada geografía isleña fue el refugio elegido por muchos bandidos y piratas





            Las autoridades, alarmadas por tal situación, organizaron  expediciones para intentar terminar con semejante terror, tan lejano a la “civilización” por la que tanto predicaba Sarmiento en los diarios y que ya vimos en números anteriores. Un documento de Gualeguay, de agosto de 1874, habla de “los bandidos que se encuentran en las islas amenazando la tranquilidad pública”, y luego dice: “tenemos 25 carabinas y cuarenta lanzas disponibles, fuera de 40 hombres bien armados que tiene el mayor Reynoso. Éste, con el mayor Ramírez, de Victoria, deben volver a atacar mañana a los bandidos. Comunicaré a S.S. el resultado, mientras tanto conviene activar con más elementos estas operaciones para concluir cuanto antes con estos pícaros”.
En otra publicación oficial de Entre Ríos se refleja también la preocupación del Estado al respecto: “Teniendo conocimiento que en las islas y rincones de los departamentos de Gualeguaychú, Gualeguay y Victoria, se abrigan individuos que atentan contra la vida e intereses del vecindario, sin prestar obediencia a las autoridades constituidas, y siendo urgente adoptar una medida que haga desaparecer la alarma y la amenaza constante en que esos malos elementos tienen a los citados departamentos…” luego consigna una serie de estrategias para el combate por agua y los oficiales encargados de llevar a cabo la tarea.

La banda de Marica Rivero y el Correntino Malo fue el terror de las islas en la segunda mitad del siglo XIX



La más famosa banda de asaltantes isleños fue la de la Marica Rivero, una feroz mujer “mulata y gruesa ‘e cuerpo” según relatos. Esta célebre pirata vivió en la isla la Paloma, en la desembocadura del Bravo con el río Uruguay. Junto a su marido, el no menos afamado Correntino Malo, lideraban una pandilla que asaltaba los barcos que subían por esos ríos con mercancías para venderlas más al norte. Es sabido que los navíos debían navegar juntos de a tres o cuatro y bien armados, si no querían ser víctimas de la Rivero. Aquél navegante que se aventuraba solo por esos parajes, si llegaba a quedar sin viento, sufría sin piedad el saqueo y degüello. Embarcados en pequeñas canoas, los piratas llegaban desde la costa, trababan el timón del barco, y trepaban a cubierta para enfrentarse con la tripulación a sangre y fuego. Se mataba todo lo vivo que hubiera a bordo y uno de los integrantes de la banda, el capitán irlandés John Brooke, se destacaba en su crueldad. Luego, el barco era desguazado en sus partes valiosas y echado a pique. Esta brava mujer, cuya historia se relata hoy en la obra teatral “El Ojo del Río”, del grupo de teatro del arroyo Felicaria, fue perseguida aguas abajo hasta que se refugió en la zona hoy llamada los Bajos del Temor. Continuó sus andanzas hasta que tiempo después una partida le dio alcance. Fue atrapada junto a algunos de sus piratas, que sufrieron una atroz muerte: un día de agua baja, los estaquearon en las playas del Río de la Plata, y sólo hubo que esperar la marea para terminar con el flagelo de la Marica Rivero.
El Correntino Malo, que había logrado huir y volver al norte, no tuvo mejor suerte. Un documento afirma: “La boca del Tigre y Lechiguanas eran guaridas por el año 1880 del famoso bandido el Correntino, a quien la policía de Gualeguay dio muerte guiada por una de sus víctimas.”
Otros famosos forajidos de nuestras islas son Claudio Rizzo, Grimbau, Oyuela, Brizuela y Martín el Retobao. Todos ellos fueron el terror de la zona de las islas del Ibicuy y a menudo, como la Rivero, bajaron hasta los bajos del Río de la Plata para aprovechar la varadura de los barcos mercantes.
La autoridad del Estado en las impenetrables islas se limitaba a algunas pocas incursiones policiales, o a las raras veces que algún trasnochado funcionario caía para intentar cobrar a los carboneros algún impuesto,  que no pocas veces era pagado a los tiros.

El "Talita" fue atacado a balazos en el arroyo el Ceibo


El pequeño barco “Talita”, que Domingo Faustino Sarmiento donó a la subprefectura, y que surcaba el Paraná Bravo haciendo flamear la bandera argentina por esos rincones indómitos, una vez, al aventurarse por el Ceibo, le hicieron volar la chimenea a balazos desde la costa.
El escritor Liborio Justo, en un relato suyo consigna las palabras que un viejo islero le dijo allá por la década del 40: “Tiempoj aquellos, señor, tiempoj aquellos. Se veían caras pero pocos corazones. Caras con largas barbas y muchas cicatrices. El que no tenía una muerte tenía diez y nadie le pedía cuenta e eso. Las mujeres escasiaban y algunas hasta se vendían. Había quienes compraban chicas pa hacerlas su mujer cuando jueran grandecitas. Antes no eran muchos los que se animaban a dentrar en laj islas y más de uno dentró y no salió nunca.”
Fueron los bravos tiempos en los que aún no se había logrado la conversión del salvaje carapachayo en el industrioso farmer que idealizó Sarmiento. El posterior poblamiento y la incorporación del delta al mercado capitalista organizado amansó un poco al isleño –aunque todos sabemos que nunca del todo-, y fue arrinconando cada vez más a los feroces refugiados de la selva.

La particular geografía de nuestra región favorece el secreto y el escondite. Ya sea por cuentas con la justicia, por marginación social, sexual, moral, religiosa y política en el mundo urbano, o por simple deseo de soledad, el delta ha ofrecido siempre a sus pobladores la oportunidad de una nueva vida. Por algo en casi todos los libros y relatos sobre la isla, una idea ronda obsesivamente sus páginas, una suerte de lema que habla de la discreción con la que ha de tratarse siempre a los paisanos: “el isleño no hace preguntas, al isleño no se le pregunta; el isleño no tiene pasado”. 

miércoles, 2 de abril de 2014

NORBERTO RALT

PUBLICACIÓN DE LIBELO OFENDE AL “SER ISLEÑO”
Norberto Ralt
Por Norberto Ralt
            Pocas veces me ha tocado en suerte escribir sobre un tema tan doloroso. No andaré con rodeos: El inmaculado “Ser Isleño” ha sido violado salvajemente sobre un lejano escritorio, en las distantes calles de la gran urbe. Nuestra identidad no ha tenido abogado defensor en este caso. Ni abogados, ni testigos, como le sucedió a Alicia. La nobleza del habitante ribereño quedó enterrada en las páginas de un despectivo libelo escrito en forma despechada. ¿Cuánto tardarán en cicatrizar las heridas? Pues nadie lo sabe. ¿Cómo nos mirarán ahora quiénes no conocen nuestra bonhomía, el franco apretón de manos, el valor de la palabra empeñada, la calidez de la mujer delteña?
Pido disculpas a mi comunidad por lo que voy a relatar, pero es necesario poner en marcha el mecanismo de la Memoria en forma urgente. Es mi intención que este relato se archive como un nefasto antecedente de discriminación brutal. Aún así pienso: ¿qué dirá un “Bocha” Cenizo cuando lea semejante infamia? Pido disculpas.
Cómo prólogo y a modo de defensa previa deseo relatarles un reciente episodio que da fe de la nobleza que existe en el corazón de cada isleño, ejemplo permanente de solidaridad, desinterés y altivez moral. No soy muy ducho con la computación, es más, no entiendo ni jota de ese asunto. Varios lectores me han preguntado: “¿Norberto, usted no tiene facebook? “Pues no. No tengo”, es siempre mi respuesta. A partir de esto es que he decidido ingresar de una vez por todas al, para mí,  insondable mundo de la cibernética, ¡y vaya que tuve suerte!  Un vecino nacido en la isla obró de gestor o facilitador y me procuró una computadora Texas Instruments  TI 99, que me costó dos mil dólares. Es tan moderna que se puede conectar a mi televisor color ITT Drean binorma a través de un simple cable coaxil. Por lo que escuché la máquina estaría completamente actualizada para la navegación en internet y otras importantes cuestiones que no alcancé bien a comprender. No obstante esto, mi vecino se ofreció a realizar gratuitamente todos los trámites burocráticos que implican la inscripción en Facebook y las presentaciones en los organismos capitalinos, necesarias para obtener el permiso de “uso de Internet”. Solo me cobró ochocientos pesos, que es lo que salen  los sellados y el papeleo. Este noble gauchazo del pajonal es el claro ejemplo del desinterés y de la solidaridad isleña. Una vez expuesta esta suerte de defensa previa paso a relatar lo que no dudo en calificar de infamia.
Ejemplo de solidaridad isleña:
La nueva computadora, una TI 99 que me vendió el gauchazo del vecino
 por solo U$$ 2000.-  Por $800.- más realizó mi inscripción en la Superintendecia
de Asuntos de la Web
El protagonista es el encumbrado abogado de San Isidro, Ricardo Rabinolfi, autor del libelo que descalifica obscenamente al honrado poblador isleño. Según el prólogo el motivo de la publicación tiene que ver con el desprecio que le han generado los isleños a partir de diversas relaciones personales, laborales y sociales que logró establecer – como turista - a lo largo de los años. En las primeras líneas podemos leer: “Cansado de que los isleños me garquen, mientan, roben y me acuesten con presupuestos y trabajos jamás concluyen, es que escribo este informe tendiente a divulgar los aspectos más despreciables de esta comunidad del orto.”
Luego continúa con una perorata de barbaridades insultantes referidas, por ejemplo, al musical lenguaje que se practica en la región: “El isleño ha empobrecido la lengua de Cervantes, acotando y suprimiendo su florida riqueza, limitándolo en términos y deformando sus vocablos de manera perversa. En su diccionario figuran palabras inexistentes que renombran a las cosas de manera distinta. (Ver diccionario “Isleño – Español” Página 69.)” Cuando nos dirigimos a la citada página podemos ver un largo listado de palabras con su “traducción” al “isleño”: “Canoa – Canoba”, “Canoíta – Canobita”, “Gustavo – Bustabo”, “Rampa – Rampla”, “Ligustro – Libustre”, “Trakker – Crakker”, “Marea – Mareba”, “Presupuesto – Porsupuesto”, “Resbalar – Refalar”, “Ramiro – Dalmiro”, “Prefectura – Subprefectura”, “Escopeta Ithaca – Escopeta Tiki Taka”, “Gabriel – Graviel”,  entre otras.
Acerca de su desenvolvimiento social expresa: “Como comunidad son una desgracia.  Se odian y envidian entre ellos. Profesan supercherías varias y para protegerse energéticamente de sus pares realizan absurdas brujerías como lavar motores y cascos de lanchas con vinagre o colocarles cintas rojas.” Más adelante se refiere a algunas iniciativas comunitarias, una de las cuales es desarrollada de la siguiente manera: “He oído de un proyecto que busca crear una “bandera isleña”, pues yo les traigo esta propuesta: el pabellón delteño, a diferencia de otros, debe ser más alto que ancho para poder albergar el dibujo que consiste en la figura de un árbol enorme (tan alto como la tela del banderín lo permita) desde cuya copa o punto más elevado un isleño defeca sobre la cabeza de otro que se encuentra en el suelo. Encontraríamos de esta forma una buena síntesis de lo que representan como comunidad.”
Es grande el tiempo que se ha tomado en desarrollar el aspecto laboral de los isleños, ítem al que le da mayor trascendencia que a otros. Así es que en otra de las páginas vomita algunos pensamientos y los justifica diciendo que el motivo es el de: “haberme sentido víctima durante años de esta banda de borrachines, tramposos, vagos y pendencieros.” Acerca de nuestra relación con los clientes escribe: “Llaman al cliente “patrón”… El dueño del terreno en donde corta el pasto, realiza podas, zanjeos, es nombrado “patrón”. Tienen un extraño y confuso desarrollo de sus razonamientos por ejemplo cuando manifiestan tener “la orden de un patrón” para utilizar alguna herramienta o máquina propiedad de éste.  Varias veces he conversado con isleños, que tienen en guarda las llaves de alguna casa de fin de semana para solucionar cualquier eventualidad que surja durante la ausencia de sus propietarios y necesitan, por ejemplo, “utilizar” alguna de sus herramientas. En ese caso no tienen “el permiso” de sacar un pala, tienen “la orden”.  Es curioso cómo se ubican solos en la jerarquía de un esclavo cuestión que no garantiza que terminen jamás un trabajo. En esta instancia somos nosotros los que seremos esclavos de su holgazanería y víctimas de sus mentiras…. Poseen verdadera veneración por el patrón que es militar y da “ordenes” en vez de “permisos”, cosa que, como manifesté anteriormente, no garantiza que el isleño cumpla satisfactoriamente con sus trabajos, que jamás concluye.  Prefieren al Doctor que al escritor, un abogado a un arquitecto, al integrante de alguna fuerza armada que al comerciante.” Más adelante insiste con su falaz argumentación: “Pueden suceder dos cosas: que al cliente lo traten con desprecio o que lo veneren estúpidamente según la profesión que desarrolle en la vida. Así serán valorados ciegamente quienes se desempeñen en algún organismo militarizado u ostentaran algún cargo público relacionado con la seguridad. ¿Será por eso que tantos “turistas” – como nos llaman despectivamente – dicen trabajar en la SIDE?”
Incurre en la calumnia cuando manifiesta que: “Cuando comienzan un trabajo jamás lo concluyen. Pueden pasar semanas, tal vez años, especulando con la prescripción de su delito. El cliente, desgastado por las múltiples e imposibles justificaciones que recibe se da, al fin, por vencido y se resigna a no ver avance alguno en el trabajo por el que pagó en forma adelantada. Los ardides y excusas son de un amplio espectro, comenzando por los que responsabilizan a factores climáticos como la marea, la lluvia, la niebla o la bajante. Últimamente los cortes de luz figuran entre el “Top Five” de las excusas isleñas que intentan explicar porqué una obra no se finaliza a pesar de que los plazos se han extendido en forma alarmante. Cada oficio tiene su “trampa”. El parquísta va reduciendo la superficie a cortar cada vez más, achicando los terrenos a dimensiones irrisorias. Un –mal llamado- “turista” llegó a tener un parque de un metro de ancho por diez de largo, que resultó un simple caminito. La técnica es la siguiente: consiste en ir achicando los límites de los terrenos: Las habituales ligustrinas que ofician de medianeras son un juntadero de ramas que, en vez de barrer o rastrillar, evitan alcanzar con la desmalezadora, por lo que entre ellas crecen altos pastos. Al mes siguiente se han juntado por delante del pequeño pastizal más ramas y mugre que tampoco rastrilla y que evita también cortar. Esto ocurre en las cuatro direcciones por lo que la superficie a cortar se reduce a un cincuenta por ciento a lo largo de un año. En dos o tres años no hay parque que mantener. Un pastizal se ha tragado a la casa y hay una mosquitada fuera de serie. Tan solo ha quedado un camino que justifica el cobro del dineral que le están sacando, y si lo cambian por otro “trabajador” lo roban o le incendian el rancho.”
En el libelo se difama a los excelsos trabajadores isleños
No se olvida tampoco de mencionar al Boletín Isleño: “Ahora hay un periódico que editan dos peleles. ¿Nadie se ha puesto a pensar de dónde obtienen el dinero para poner en la calle cuatro mil ejemplares de un bodrio cuyo contenido es pura cháchara? ¿Quién los financia? ¿El Frente para la Victoria, el FREPASO o tal vez vendan drogas para reunir la suma necesaria y así realizar su impresión?.... En el pasquín la van de de antropólogos cuando hablan de “identidad”, “modo de vida” y “autoconstrucción” de una manera tan poco académica, liviana y tendenciosa que da risa.”  
No obstante la alarma que produce la lectura de estas líneas más adelante se atreve a cuestionar la existencia de nuestro espíritu mismo, el “Ser Isleño”: “Se quieren hacer los místicos y están buscando al “Ser Isleño” pero, ¿a que se refieren con el “Ser Isleño”? ¿Es un espíritu, un ángel o más bien el demonio vago y timador que llevan adentro? ¿Se trata de una entidad incorpórea o de un “Ser” huidizo y aberrante como el Yeti, el monstruo de Loch Ness, el Chupacabras o el Sasquatch? Pues si es así, le pago veinte pesos al que me lo traiga cuereado y lo tire en la puerta de mi casa. En todo caso: ¿De qué carajo hablan cuando lo nombran? Porque no se les entiende una goma.”
 
Para Rabinolfi, el "Ser Isleño" bien podría ser un monstruo innominable
 como el que insinúa esta fotografía
Para esta altura ya es imposible continuar leyendo. Cada palabra es una cuchillada certera (aunque artera) asestada en el corazón isleño que palpita y se desangra. Da ejemplos de “supuestos” ardides de constructores: “a un cliente unos carpinteros no le pusieron ni zapatas, total, como no se ven y nadie va a ir a tantearlas….”. Son revulsivas las consideraciones para con la mujer isleña, noble y esbelta luchadora, madraza de los humedales: “Una vez fui a un acto escolar en donde se realizaba una suerte de desfile que pretendía mostrar los diversos aspectos de la miserable vida isleña. Un grandulón con bigotes de unos veintitrés años –que aún cursaba séptimo grado- leía con dificultad un texto de lo más básico. El mameluco nombraba a los junqueros y pasaba un viejo que no podía ni caminar con un machete en una mano y un mazo en la otra, hablaba del “chatero” y desfilaba, lastimoso, un hombre con un barquito hecho con cartón alrededor de su cuerpo. Si decía el nutriero se mandaba, a destiempo, un tipo con unos peluches atados con alambre. Todo era malísimo. En eso le tocó el turno a la mujer cuando la presentó diciendo: “Ahora verán la gracia y la dulzura de la dama isleña.” Así pasó a mi lado una mujer horrible. Un tanque arrasando las  baldosas con las chancletas como si fueran orugas. Llevaba dos pibes colgados y uno a la rastra agarrado de la pierna, al que, cinco minutos antes le había aplicado un fuerte golpe en el parietal derecho y un cachetazo en el medio de la trompa.”
También se refiere a un sector de la comunidad de reciente, colorida y simpática aparición, que se ha adaptado sin problemas a nuestra dinámica social, que acumula unos ciento cincuenta años: “Andaba remando por un arroyo y…. ¡Mamma mía!, había más hippies que en la trasnoche del Cine Lara cuando daban “La canción es la misma”.
El epílogo es contundente cuando, como corolario de la defenestración, Rabinolfi sentencia: “El isleño es malo.”
Conocido el contenido del libelo, la Asamblea Isleña, que vela omnipresentemente en todos los arroyos por el bien común, salió diligente hacia el INADI para formular la correspondiente denuncia.
Frente a tanta porquería, las palabras huelgan, como huelgan – o huelguean- los docentes. En medio de las crisis intestinas que nos atraviesan y de los problemas intestinales, que sufren día a día miles de isleños como consecuencia la formación de gases ventrales, el libelo cayó como “normativa al dedo” y logró la esperada unión vecinal que se tradujo en un masivo repudio frente a las oficinas del autor, en San Isidro, previo corte de la Cazón. Luego de las presentaciones judiciales por calumnias e injurias, el abogado Rabinolfi, se negó a declarar amparándose en la quinta enmienda constitucional.
El despreciable libro del letrado, que en su momento funcionó como unificador de todas las buenas voluntades isleñas, es ahora motivo de disputas y discusiones. Cómo una Venus  Atrapamoscas, muchos cayeron en la trampa de su pegajosa letra y olvidaron los reales problemas a los que nos enfrentamos, como ser el peligro que corren las fuentes de trabajo o la fragilidad de los colibríes. Ahora los mártires de la revolución –que se han dividido entre los que discuten la sintaxis del párrafo 7, de la página 29 y los que defienden el capítulo 4 del ofensivo texto- se encuentran abocados inútilmente a la lectura e interpretación de sus páginas.
Mientras tanto, el viejo isleño, está más allá de todo. Cansado, ata su canoba, clava el machete en el suelo, entra al rancho y saluda a la patrona que hace fuego en la cocina. Después acaricia al pichicho en medio del silencioso otoño que ya llega y se sienta, a descansar el cuerpo dolorido.

Este es el rostro del letrado Rabinolfi que se ríe de los isleños desde las páginas
del ofensivo libelo

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Buscando el "Ser Isleño" en la historia del Delta. 4ª entrega: Sarmiento y las islas: “La tierra para el que la trabaja”



La campaña de Sarmiento por el poblamiento de las islas fue de una intensidad apabullante. En la prensa, el Senado, en las tertulias de cualquier tipo a la que acudiera el “Loco”, éste amolaba con el tema de las islas del Paraná. Hablaba de los carapachayos (el habitante criollo del Delta) , los tigres, la fruta, la madera y el barro sagrado que traía el agua.
            En su manía de dividir el mundo entre civilización y barbarie, don Domingo describía a nuestros antiguos paisanos isleños con fascinación, al igual que lo hizo con los gauchos, pero inmediatamente, como era su costumbre, los arrojaba al tacho de la “barbarie” (es decir, lo nuestro, lo propio), para dar paso a su prédica civilizadora (es decir, lo extranjero).

 Sarmiento tomó posesión de su isla en el canal Abra Nueva (actual río Sarmiento) disparando su carabina, como lo hicieron los peregrinos norteamericanos.

            Los pobladores criollos y mestizados con los aborígenes que aún surcaban los ríos, si bien ya estaban establecidos, no hacían para Sarmiento un uso “civilizado” de la tierra. Criticaba al “carapachayo” por no tener un terreno delimitado en el cual trabajar, sino que veía la tendencia de estos empecinados en ser extractores de recursos naturales (leña, pieles, junco, frutas silvestres) más bien que agricultores, aunque tuvieran frutales y algunas dispersas plantaciones de madera por aquí y allá. Creía necesario que el Estado hiciera algún tipo de delimitación de las posesiones y promoviera una forma de trabajo diferente al realizado por los paisanos: “De otro modo, la ley establecería la perpetuación del estado salvaje de la tierra (…) Si han de ser pobladas las islas, la posesión, el trabajo y el capital traspasarán todas las vallas en busca de las mayores ventajas, y sería curioso ver a un gobierno empeñado en contener (detener) la cultura de las tierras, la creación de la riqueza, y el establecimiento de la población en el terreno que ha de alimentarla para continuar ciertos restos de barbarie, y dar ocupación a brazos que de todas partes serán reclamados, desde que a la acción imperfecta de la naturaleza se agregue la industria que centuplica los productos”.

 El Carapachayo tuvo que afincarse y dejar su semi nomadismo para poder acceder a la propiedad de la tierra, aunque muchas veces, las islas que él trabajaba a su modo fueron otorgadas a los inmigrantes que llegaban de europa.

            Pero Sarmiento ya preveía lo que sucedería: el carapachayo no se sometería tan dócilmente a su afincamiento definitivo y a su conversión en el farmer (granjero), que tenía en mente aquél desde su viaje a Estados Unidos. El isleño se resistiría ante la venida del gringo industrioso que le despojaría de sus montes, su caza, y su pseudo nomadismo. Por eso, el conflictivo proceso que habría de iniciarse, cuyo resultado sería una ley de colonización de tierras, debía ser gradual para no causar verdaderos enfrentamientos: “Siendo la base (de la ley) la posesión por el trabajo, ésta no ha de hacerse sino gradualmente, dando lugar a la continuación de las prácticas existentes, en el uso de los productos espontáneos de la naturaleza en favor de los que se cosechan sin tomar posesión del suelo hasta que, con la general ocupación de la tierra, esos trabajadores ambulantes se establezcan ellos mismos y hallen en la creación de materias utilizables ocupaciones lucrativas”. Es decir, el carapachayo, bárbaro, movedizo, que recogía de la tierra sólo lo que precisaba para vivir, y “para los vicios”, se convertiría en un racional productor, establecido e incorporado al mercado mundial capitalista, trabajando para crear excedentes cada vez mayores, que lo obligarían en tiempos de crisis a tirar literalmente las cosechas al río y a modificar profundamente el ecosistema y el “ser isleño” de ese entonces.
            El fundamento de las leyes que preveía Sarmiento era indiscutiblemente la posesión mediante el trabajo, tal cual lo había visto en Estados Unidos, y que tan buenos resultados había dado para la conformación de un gran mercado interno nacional. Comentando la ley estadounidense dice en El Nacional: “Con este código tan simple, dos brazos, un hacha y un rifle, el Nemrod de cada ciudad en germen, de cada territorio aún no deslindado, de cada estado futuro de los que agregarán en pocos años una estrella refulgente a la Unión, se acoge a la sombra de un árbol, desmonta los alrededores, construye el rancho, siembra mieses que luego allega en trojes, trae a una compañera a su lado, y la familia, esta simiente de las naciones, cuando posee la tierra en que se siembra, se manifiesta y el hombre satisfecho de su obra señala entonces a los viandantes su propiedad, el fruto de su trabajo, suya la casa, suyos los plantíos, suya la tierra que lo sustenta”. Esta fue la regla de oro que don Domingo quiso aplicar en el delta: la tierra para el que la trabaja.

 En su viaje por Estados Unidos, Sarmiento conoció el sistema educativo de ese país, y vislumbró en su particular colonización de la tierra entregada a pequeños granjeros, la manera de asentar poblaciones fijas en el Delta.

            Ya había visto como la posesión de los campos en la Argentina había sido fruto de una escandalosa especulación y repartija entre quienes nunca se ensuciaron las manos, dando origen a una oligarquía estanciera atada exclusivamente al mercado inglés que sumió al resto en una vida precaria e incierta. “En las tierras nuevas, la posesión es el germen fecundo de la población. Donde este derecho no fue respetado, el capital, el favor y la corrupción del poder distribuyeron la tierra entre especuladores o poderosos, y permaneció por siglos inculta, despoblada e indivisa”.
            En 1856, el Estado Provincial sacó un decreto sobre la propiedad de las islas basado en el trabajo. Posiblemente, esta sea la primera ley de muchas otras, basadas en los usos y costumbres, que manifiestan el derecho del poseedor y trabajador sobre la tierra que ocupa, y Sarmiento festejó exultante el resultado de su propaganda: “Las reglas que se dan están fundadas en las costumbres establecidas en las islas, y en principios de justicia y derecho. La primera de todas es que la habitación antigua en una isla asegura al habitante no sólo la posesión de lo que ocupa y tiene plantado sino las adyacencias necesarias para aquella clase de plantaciones. Con esta disposición, no sólo está garantido el carapachayo en su rancho, sino también en las tierras que necesite, a fin de evitar que posteriores ocupantes lo circunden y le quiten la facultad de ocupar el terreno de labor. El segundo título son las plantaciones hechas, no llamándose tales los grupos de sauces que suelen plantarse en las bocas de los arroyos, y lo cual no constituye posesión, sino sólo un indicio.” Esta última aclaración es válida ya que muchos oportunistas han ido luego a reclamar al juez de paz de San Fernando la posesión de islas mostrando como prueba un puñado de sauces, ya que nunca pudieron demostrar que las habían trabajado efectivamente.
            El isleño que hubiera ocupado y trabajado una porción de isla podía ir al juez y llenar una fórmula que tenía por finalidad entregar el derecho al que demostraba su laboriosidad. “La costumbre invocada es ley, a falta de ley escrita, -decía Sarmiento- la posición del primer ocupante, y el fruto del trabajo el primero de todos los derechos humanos.”
            De esta manera fueron accediendo a la propiedad de la tierra muchos antepasados carapachayos, transformando la vieja costumbre de “venirse pa la isla” en ley. No siempre era favorecido el hijo de la tierra en la cesión de las quintas. La mirada despectiva que la clase alta tenía sobre el criollo hizo que en gran proporción, los beneficiarios de la ley de colonización fueran extranjeros. También es cierto que los paisanos no tenían la costumbre de vivir en parcelas delimitadas, lo que los hizo reacios en gran número a querer establecerse como colonos fijos.

            A mediados del siglo XIX, y con los fundamentos que Sarmiento promovía, puede verse el origen de la gran oleada inmigratoria que hizo luego de nuestras islas el floreciente territorio de variadas producciones agrícolas que dieron sustento a millares de familias que encontraron aquí su lugar en el mundo.