miércoles, 16 de abril de 2014

BUSCANDO EL “SER ISLEÑO”. 6ª Entrega: criollos y gringos en guerra

Durante la gobernación del doctor Rafael Obligado, en 1856, se dictó el decreto que concedía la tierra a los que demostrasen haberla trabajado en las islas de los partidos de San Fernando y Las Conchas (Tigre). Esta fundamental herramienta legal fue la llave que abrió el delta a la inmigración, que primero se hizo de manera tímida, incipiente, para luego volverse masiva entrado el siglo XX. La prédica del incansable Sarmiento iba teniendo su correlato en las leyes.



Del Canal San Fernando salían las embarcaciones hacia todos los rincones del Delta llevando a los gringos que venían de Buenos Aires, o habían permanecido en el Hotel de inmigrantes.


            Un grupo de amigos y conocidos del prócer, todos amantes de nuestra región gracias a su machaque incesante, decidió formar una comisión e ir a presentarse a las autoridades para pedir la propiedad de las tierras en las que habían invertido y trabajado. Un poco tal vez para asegurarse lo suyo, y otro poco como ejemplo para futuros solicitantes que deberían llegar al descubrir que en el delta se podía trabajar y vivir “civilizadamente”.
            El 6 de mayo de 1860 se formó la comisión de “poseedores y cultivadores”. Estaba compuesta por Santiago Albarracín, Ángel Croza, Alvin Favier, Pablo Welquin y Ramón García. Puede verse que algunos de ellos fueron partícipes del mítico viaje de exploración por el delta que relatamos en un número anterior en el que don Domingo Faustino exaltó las bondades de las islas a altos personajes y plantó el primer mimbre. Los tres puntos básicos de los estatutos fundacionales establecían:
1º- “Que las Cámaras nos otorguen la propiedad como único medio para que las islas no queden totalmente abandonadas, siendo esa resolución una compensación justa de nuestros sacrificios pecuniarios y personales.
2º- Hacer resaltar los enormes gastos que hay que hacer tan sólo para preparar las tierras, ponerlas en estado de cultivo  y conservarlas utilizables.
3º- La Comisión estará dispuesta a dar todas las explicaciones que se le pidan y conocimientos necesarios que se le exijan sobre la materia –emanadas de la práctica de sus trabajos-, tendientes a ilustrar a la comisión que nombren las cámaras o el gobierno a fin de que puedan formar una apreciación exacta.”
            Estos hombres, que si bien eran en su mayoría ricos y de extracción “civilizada” y no precisamente necesitados del producto de sus trabajos, quisieron sentar precedentes para la colonización isleña. Fue así como en largas discusiones en el Congreso Nacional, impulsadas por Sarmiento, se llegó el 11 de septiembre de 1888 a la ley de Islas. Mediante ésta se inventarió, mensuró y reguló la venta de las islas, dando prioridad siempre a los que ya estuvieran establecidos y mostraran en las quintas su trabajo.
            Así fue como comenzaron a llegar los “gringos”, esos seres exóticos para la población criolla que circulaba por el delta libremente cazando, recolectando leña y fruta silvestre, asentándose en cualquier parte. Muchos llegaban al hotel de inmigrantes de San Fernando que estaba sobre el canal, y luego se embarcaban hacia la tierra prometida. Casi siempre llegaban por algún pariente o amigo que relataba casi en tono mitológico las delicias de esta tierra. También los agentes de inmigración enviados por el gobierno a Europa bajo el alberdiano lema “gobernar es poblar” hicieron lo suyo. Pero la realidad era otra. El caso típico modelo era el del hombre que llegaba con su familia, se embarcaba hacia el lote que le habían indicado acompañado por su conocido que era el único que podía identificarlo entre la infinita selva, y allí descendía, incrédulo ante lo que veía, sin más que los bolsos de ropa, los hijos y la mujer, en medio de esa nada salvaje, hostil e indomable sin mas techo que las estrellas. Allí descubría que su bendita tierra era apenas un albardón costero, y un infinito pajonal hacia el fondo. Nada de trigo, cebada, ni ganados pastando.
Luego de mil penurias, esos gringos que en casi ningún caso habían estado en su país de origen en contacto con la tierra, conseguía prestada una herramienta, desmontaba, zanjeaba, plantaba, criaba animales, vendía alguna verdura, construía un rancho precario, luego uno mejor, hacía madera, empezaba a vender fruta, se compraba una canoa o una chata, y se hacía un hombre respetable y algunas veces rico. También es cierto que algunos morían trágicamente, o eran abandonados por sus familias que no soportaban esa durísima vida.
            Casi todos ellos fueron en sus vidas europeas empleados de tiendas, militares, profesores, nobles, artesanos, músicos. Pocos habían sido campesinos, lo que hace más admirable aún la manera en que esos citadinos pequeñoburgueses se abrieron paso en la salvaje geografía de nuestras islas. Vinieron de Alemania, Portugal, Polonia, Italia, España, Rusia, Suecia, Hungría, Checoslovaquia, Rumania, Austria, Armenia, Grecia, Japón, Dinamarca, etc. El delta se convirtió en la torre de Babel, en uno de los sitios más cosmopolitas del planeta en donde se dialogaba en los idiomas más inverosímiles.

Familia de Checos llegados a la isla un día de marea. La mujer y la hija murieron al poco tiempo. El hombre contó su trágica historia a Liborio Justo en un viaje hasta ibicuy.




            Así fue como comenzaron a aparecer de a poco nuevas quintas organizadas racionalmente. El monte blanco original era talado para plantar frutales, los pajonales se secaban mediante zanjas para plantar sauceálamo y hacer madera, y así la naturaleza original iba siendo modificada  junto con la vida de los antiguos pobladores criollos, que empezaron a darse cuenta de que su tradicional modo de vida isleño iba siendo sacudido. Además, no pocos de ellos fueron desalojados por oscuras maniobras de algún abogado tramposo para beneficiarse con la venta del terreno a algún gringo que llegaba con todo sus sueños en el bolso.
Los animales empezaron a escasear. La transformación del monte blanco ahuyentó a los ciervos, a los tigres, los carpinchos empezaron a perder sus pajonales, y la leña empezó a ser menor en su cantidad. Además, su vida trashumante fue obstaculizada, ya que muchos arroyos que comenzaron a poblarse, ya no ofrecían esa privacidad y secreto tan caro a los carapachayos.
            El bichaje ya no se encontraba tan fácilmente como antes, e incluso los nuevos propietarios prohibían expresamente a los criollos sus incursiones de cacería. En las plantaciones hacía falta mano de obra, y en concurso con la incipiente presencia policial, se intentaba asentar a los carapachayos para convertirlos en peones, ya que casi nunca eran favorecidos en las concesiones de tierras. Por esas cosas argentinas, la tierra siempre fue a parar al gringo y el criollo al galpón.
            Hubo muertes, asesinatos y enfrentamientos. Liborio Justo consigna  un hecho muy ilustrativo: “Algunos viejos cazadores no se avienen a la nueva situación”, relata que varios criollos “encabezados por el viejo Gamarra, se presentaron con armas en la quinta de un poblador suizo, en Brazo Chico, para tratar de impedir que prosiguiera un trabajo de zanjeo del otro lado del Brasilero, hacia el Correntoso, aduciendo que se les destruía el campo donde acostumbraban cazar. Desde luego que no lo consiguieron, ya que el tiempo no transcurre en vano, aun para los cazadores de las islas, que nunca lo tuvieron muy en cuenta. Por eso, las nuevas generaciones, han debido acomodarse a trabajar en las plantaciones y a cazar, muy accidentalmente cuando la ocasión se presenta.”

Magistral obra de Lobodón Garra que relata historias del delta salvaje y agreste.



            Otros relatos espeluznantes ilustran la situación que se vivió por aquellos años en vastas zonas del delta: “A Carlos Pujol –catalán-, hermano del finao Luis Pujol, lo mataron los Rojas, Paranacito arriba. Les había pribido que cazaran en su campo y pidió ayuda a la polecía. Jueron a caballo y los Rojas ispiaron de entre el pajonal, matándolos a tiros. Después los degollaron como a ovejas y los castraron. Cuando los llevaron alguien me dijo: ‘mire cómo loj han dejao’, pero yo di güelta la cabeza.” Otro criollo relata: “Un día que andábamos cazando con Facundo Raynoso, al que mataron en el Pelao, llegamos hasta una ranchada hecha así nomás como pa cubrirse. Encontramos restos e jogones e varios días. Nos salió toriando un perro que vino e adentro y estaba tan flaco que parecía que solo le quedaban loj ojos. ‘Este ha estao juidando a su dueño, me dijo mi compañero. Juimos pa dentro, y ya vimos yuyo aplastao con sangre. Maj adelante, al lao e un sarandí, tirao boca arriba, encontramoj al cristiano. Ahí estaba cerca su boina. Tenía un tajo en la cara y había sido degollao, ya estaba feo. Pensamos darle sepultura, ¿pero con qué? Raynoso sacó un facón grande cavó un pozo ande lo metimos. La mitá quedaba ajuera. Cortamos paja, chirca, y sarandí hasta dejarlo bien tapao. Con dos palos hicimoj una cruz que atamos con un gajo. A la noche quedamos en la ranchada. Yo, más vale, quería dirme, pero mi amigo no tenía miedo a nada. Al día siguiente cazamos trej o cuatro nutrias, las desollamos, y al dirnos, le dejamos la carne al perro”.
            La realidad de la transformación del delta era indetenible. El empuje de los nuevos habitantes admiraba a los criollos pero su vida material se veía trastocada por completo, y eso impedía que pudieran integrarse el viejo modo de vida isleño con el nuevo. También los gringos aprendieron de los criollos las artes del río. Navegar una canoa, repararla, construir un rancho, cuerear un ciervo o un carpincho, pescar, aprender de las mareas y bajantes.
            Muchos pasaron a ser parte del peonaje de las cosechas, zanjeos y desmontes, y algunos pocos pudieron tener su quinta e imitar a los europeos en sus hábitos orientados al mercado. El tiempo, como el agua y las costas, fue desgastando las resistencias. Los gringos, como todos los que vinieron a la Argentina, terminaron acriollándose en sus modos, en sus atuendos –no fue raro al principio ver a serios inmigrantes cavando zanjas o talando monte con corbata o moño-. Los hijos, argentinos, hicieron aún más por el acriollamiento de los padres, y así, en este extraño rincón del planeta, fue moldeándose la rara cultura isleña de fines del siglo XIX, mezcla de gaucho superviviente y europeo con mentalidad capitalista.

            

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